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05 junio 2008

Diez dólares para Poe

Eduardo Vilas

Estimado señor,

Le escribo sencillamente para informarle de que me encuentro bien, pues hasta el momento no he hecho nada.
Mi amigo Thomas, con quien yo contaba, está enfermo.
Mientras tanto, haré todo lo que pueda.
Todavía no he visto al presidente.
Mis gastos han superado mis previsiones, por más que haya economizado en todos los aspectos, y esta espera me resulta sumamente molesta. De todos modos, todo va bien.
He conseguido suscripciones de todos los departamentos, incluido el del presidente. Tengo la impresión de que estoy causando sensación y de que la revista se beneficiará de ello.
Está previsto que pronuncie una conferencia pasado mañana.
Rob Tayler tiene que entregarme un texto, así como Upshur. Mándeme diez dólares a vuelta de correo.
Me molesta pedirle dinero de este modo, pero a cambio obtendrá usted el doble a título de beneficios.

Suyo,

Edgar A. Poe





Cualquiera que desconozca el contexto de esta carta y que haya pagado diez dólares, diez libras, diez pesetas, diez francos o diez dracmas por cualquiera de los cuentos, los poemas, la novela o los ensayos de Edgar Allan Poe, podría considerarse el destinatario, y la mayoría, en un altísimo porcentaje –no completado al cien por cien únicamente por la necesidad de las excepciones–, confirmarán que los beneficios obtenidos por su lectura han doblado, cuando menos, a cualquiera de los pequeños placeres que alguien pueda conseguir por diez dólares.

Claro que la crítica, al menos hasta el momento, no ha dedicado nunca ninguno de sus estudios serios a cuantificar las horas de placer o de felicidad que se desprenden de la lectura de un libro. El placer y la felicidad que se desprenden de un libro, como la mayoría de las cosas, podría medirse en dos magnitudes: su duración en el tiempo y su intensidad. De las 1.037 horas que se necesitan para leer las obras completas de Marcel Proust, ¿cuántas horas de placer y de auténtica felicidad percibe el lector? ¿El diez por ciento? ¿El veinte por ciento? ¿El ochenta por ciento? ¿Ninguna? Es más, ¿cuán intensa es esa sensación?, entendiendo por intensidad la incapacidad de desconcentración en una escala del cero al diez, siendo cero la distracción por el vuelo de una mosca y siendo diez la ceguera del mundo provocada por la lectura.

No es posible ni sería justo situar a Edgar Allan Poe fuera de ese reducido grupo de autores que tan altas y tan intensas horas de felicidad han donado a sus lectores. La prueba más vehemente se encuentra en Francia, como sabe todo el mundo. Charles Baudelaire tradujo cinco volúmenes de su obra, y Víctor Hugo lo leía con auténtico placer, con las luces apagadas y las velas encendidas cuando deseaba impresionar a alguna de sus amantes. Lautréamont lo recitaba de memoria. Verlaine se lo leía a Rimbaud, y Paul Valéry lo descubrió de la mano de Mallarmé. Hasta Proust lo admiraba.

Muchos sospechan que, sin Poe, Maupassant no habría sido posible; claro que esto sólo significa que son muchos los autores cuyas mejores obras parecen cuentos de Edgar Allan Poe. Sin duda, los «Cuentos crueles» de Villiers de L’Isle-Adam pertenecen al espíritu neurótico de Poe, al igual que su «Tribulat Bonhomet», sin que esto desprestigie en ningún caso al autor, ni anule la calidad de estas obras. ¿Vamos a dejar de disfrutar con «El horla» de Maupassant sólo porque parezca un cuento de Poe?

De las pocas cosas que sabemos de la felicidad, está la certeza compartida de que es algo que se cuenta una y otra vez sin ningún reparo, sin miedo a que lo tomen a uno por bobo, por neurótico, o por reiterativo, pues de la misma manera en la que mostramos las fotos de los días y los momentos en los que disfrutamos de esas benéficas alteraciones, relatamos una y otra vez las cosas que nos han conmovido y sobresaltado. Y aunque esto no ocurre sólo en Francia, hay una única cualidad que comparten todos estos autores franceses, y que no es otra que su afición por los pequeños y los inmensos placeres de este mundo. Especialmente por aquellos que provocan ceguera del mundo que, como es bien sabido, no es más que otra forma de percepción.

Los poetas y narradores victorianos, siempre dispuestos a caer en cualquier tentación, no tardaron mucho en descubrir, ni en aplicarse, el genio de Poe. La obra del poeta de Boston se difunde por Europa con cualidades de ósmosis. Aunque los británicos contaban ya con Mary Shelley y con Charles Dickens entre sus lecturas, basta pensar en El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde o en El retrato de Dorian Grey por no hablar de «Los tres mentirosos» de Arthur Manchen o de la «Historia del difunto señor Elvesham» de H. G. Wells, por poner sólo unos pocos y conocidísimos ejemplos, para ver que la influencia de Edgar Allan Poe estaba ya más extendida entre las nuevas generaciones que la de los grandes narradores del reino. El escocés Sir Arthur Conan Doyle, que no tenía ninguna duda a este respecto, lo veía de este modo:

Si cada autor de una historia en algo deudora de Poe pagase una décima parte de los honorarios que recibe por ella para un monumento al maestro, se podría hacer una pirámide tan alta como la de Keops.

La excepcional influencia de la obra de Poe no pasa desapercibida y atraviesa las fronteras que hasta a Napoleón le fueron cerradas. En Rusia fue admirado por Dostoievski, que incluyó una referencia al poema El cuervo en su novela Los hermanos Karamazov. Incluso se ha llegado a escribir que Raskolnikov no es sino el desa-rrollo genial de Montresor, el protagonista del cuento de Poe «El barril de amontillado». Nikolái Gógol, cuando hablaba de Poe, lo llamaba su hermano americano. Incluso Nabokov, que gustaba de perseguir mariposas, lo admiraba profundamente.

En España dicen que influyó intensamente en Pío Baroja y en Blasco Ibáñez, pero, sin duda, el lector dispone de memoria propia, y casi todos estarán de acuerdo en que la mayoría de los mejores cuentos escritos en castellano durante el último siglo y medio son, en mayor o menor medida, grandes deudores de la obra de Edgar Allan Poe.

Si alguien decidiese demostrar la gran influencia de Poe en nuestros días le bastaría con una página web muy bien publicitada y dos preguntas: se trataría de conseguir que cualquier persona que lea un cuento o unas páginas de nuestro autor apuntase en esta web desde qué país lee y los minutos de lectura que le ha dedicado. De llevarse a cabo este experimento, no tardaríamos en demostrar que a todas horas y en todo el mundo se lee ininterrumpidamente a Edgar Allan Poe. Esa es su influencia y ese su dominio.

Tanto es así que basta con la propia memoria para recordar algunos de los muchos casos en los que la influencia de Edgar Allan Poe ha excedido el campo de las letras. Gustave Doré y Édouard Manet ilustraron sus cuentos y sus poemas. Ravel aceptó su influencia y la cantó a los cuatro vientos. Rachmaninov escribió una coral con el poema «Las campanas» y el tímido Debussy compuso un drama lírico sobre «La caída de la casa Usher». «Just like Tom Thumb’s blues», de Bob Dylan, está basada en «Los crímenes de la calle Morgue» y los Beatles incluyeron a Poe en la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. A quienes son amantes de la justicia no podríamos defraudarles dejando de incluir en esta escueta lista al menos a un par de bandas de heavy o de rock progresivo de las muchas que llevan el nombre de algún cuento o algún poema de nuestro autor. «Just Like Heaven», de The Cure, está inspirada en «Annabel Lee», y en 1981 Iron Maiden grabó una canción titulada «Murders in the Rue Morgue». En el cine hay tantas influencias y alusiones a Edgar Allan Poe que tendríamos que hacer un abanico desde Roger Corman hasta Tim Burton para que cupieran unas pocas. Al menos, todas las de Matt Groening en Los Simpson.

Por muy sencillo que nos resulte asegurar la honda y enorme influencia que la obra de Edgar Allan Poe ha tenido en las artes en general y en la literatura en particular, esto no desvela el misterio de su autoridad. Es más, el misterio se agrava cuando se tiene en cuenta que se trata de un autor que evitó el diálogo en sus textos siempre que le fue posible, que prescindió del tú –de ese tú que, como dice Cortázar, es la primera puerta al mundo, a los otros, y no de ese otro tú romántico, evocador, tan propio de Poe, que nombra la ausencia, el tú vacío–. ¿Cómo es posible tanta audiencia sin elegir más forma de diálogo que la que el monólogo interior permite? ¿Cómo puede una obra que no ha apelado jamás al otro haber conmovido a tanta gente?

Sin duda son muchos los autores y los críticos que han intentado resolver este misterio pero, como todos los que han leído a Poe saben, las personas obsesionadas con los misterios son las menos indicadas para resolverlos.

No son pocos los que al investigar este enigma han comenzado por el estudio de la neurosis. La razón no es otra que el hecho de que tanto los personajes como su autor comparten esta desdicha, que es, por tanto, característica de los unos y del otro. Por lo general, los personajes de las obras de Poe son conscientes del problema, pero nunca de la causa. La causa siempre permanece fuera del discurso. Como la realidad en la neurosis.

En La filosofía de la composición uno de sus textos más conocidos, Edgar Allan Poe expone su convicción de que una obra literaria ha de ser escrita únicamente después de que el autor haya decidido, decisión que ha de tomar en primer lugar, cuál ha de ser su desenlace:
No puedo dejar de pensar –escribe Poe– que, en general, los novelistas podrían recibir una que otra vez su merecido si se inspiraran en los chinos, quienes a pesar de construir sus casas de arriba hacia abajo tienen suficiente sensatez como para empezar sus libros por el final.

En segundo lugar, el autor debe saber a ciencia cierta cuál será la impresión que pretende causar en el lector.

El hecho de que las dos necesidades que Poe dicta para la composición de una obra literaria sean dos de las características más propias de la neurosis constituye una pista en todas las investigaciones. La primera, la necesidad de conocer el desenlace antes de comenzar a hablar, ha sido hace tiempo definida como la tendencia razonante del neurótico. El neurótico conoce el problema y, tanto es así, que lo que le obsesiona se deja ver siempre en sus primeras palabras. Ernst Jünger lo explica de esta manera:

Lo extraordinario en este espíritu [Poe] está en su economía y parquedad. Oímos el tema principal ya antes de que se levante el telón, y desde los primeros compases percibimos con certeza el tono amenazador que dominará la odisea.


La segunda regla establece la anulación del otro, es decir, del tú. De ese tú que es, como ya hemos dicho siguiendo a Cortázar, la primera puerta a los otros. ¿O acaso cree alguien que la impresión que causaron los textos de Poe en Baudelaire y en los componentes de Iron Maiden fue la misma? Es más, ¿puede alguien creerse que el Poe de Bob Dylan y el de Dostoievski son el mismo Poe?

Como si todas estas pruebas no fueran suficientes, en ese mismo ensayo E. A. Poe sostiene que las dos reglas principales por él expuestas para la composición de una obra literaria encuentran en el cuento el arte que mejor se adapta a sus necesidades.

Si una obra literaria es demasiado larga para ser leída de una sola vez, es preciso resignarse a perder el importantísimo efecto que se deriva de la unidad de impresión, ya que si la lectura se hace en dos veces, las actividades mundanas interfieren, destruyendo toda totalidad.

Una de las características principales de la neurosis vuelve a aparecer en esta breve exposición en la que se reivindica un arte que no puede ser interrumpido por las actividades mundanas, en la que, una vez más, el mundo queda fuera del discurso. O dicho de otro modo, ¿conoce alguien la manera de interrumpir el discurso razonante de un neurótico?

Mallarmé, que gustaba de aplicar su receptividad y su vagancia al estudio grafológico, no tardó mucho en darse cuenta de que la obsesión de Poe por establecer un sistema irreductible de creación poética podía verse en su firma. En la firma de Edgar Allan Poe, la primera vocal arrastra su trazo hasta llegar a la última consonante, sin levantar en ningún momento la pluma, de manera que, una vez más, el sistema establecido por Poe encuentra en su obra –en este caso en su firma– un reflejo de sus propias reglas y, como si de un cuento suyo se tratara, no escribe su nombre completo hasta que no ha puesto la última consonante.

Que era un hombre agradecido, diga lo que diga la leyenda, lo demuestra el hecho de que entre su nombre y su apellido incluyó el nombre de su adoptante. Mallarmé lo cuenta así:

Estas dos palabras célebres, unidas por un significativo trazo hecho por la mano del poeta, conservan la inicial parásita de la otra palabra, Allan, como se llamaba, no lo ignoremos, el caballero que adoptó al retoño de una pareja novelesca y famélica de actores de teatro…

De la misma manera que no podemos negar que las leyes de composición dictadas por Poe comparten las cualidades principales de la neurosis, tampoco se nos puede negar que estas mismas reglas establecen un sistema matemático de composición. De lo que se deduce que la neurosis y las ciencias comparten algunas reglas. Mientras la neurosis necesita de la ausencia del otro para desarrollarse, la ciencia propone la anulación del contexto en la búsqueda determinante de realidades reduccionistas, y ambas establecen un sistema de formulación lejos de toda heurística y de todo contexto, tal y como proponía Edgar Allan Poe en La filosofía de la composición.

En 1847, a menos de dos años de su muerte, Poe fue a visitar al editor Mr. Putnam. Sentándose en su escritorio y después de mirarle en silencio durante un minuto, se presentó: «Soy Mr. Poe y no sé realmente cómo empezar». Temblando de excitación, le contó que lo que venía a proponerle era de un interés fundamental. El descubrimiento de la gravitación universal sería una bagatela en comparación con los descubrimientos revelados en su libro. Suscitaría inmediatamente una atención tan universal e intensa, que el editor haría bien en abandonar todos sus restantes intereses y hacer de la obra el negocio de su vida. Bastaría, para empezar, una edición de cincuenta mil ejemplares, aunque apenas sería suficiente. Ningún acontecimiento científico de la historia mundial se acercaba en importancia a las consecuencias que tendría la obra.

Mr. Putnam editó quinientos ejemplares de Eureka. Ni el libro ni las conferencias que basándose en él pronunció Poe resultaron inteligibles para la mentalidad de su tiempo.

Hoy podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que las cifras de ventas de Eureka desde que fuera publicado superan por mucho los millones de ejemplares, aunque hallar una cifra aproximada de la cantidad de ejemplares totales de las obras de Poe que hasta hoy están siendo reeditadas resulte tan difícil como contar las estrellas del cielo.

Por mucho que la ciencia, la neurosis y la filosofía de la creación sean los tres pilares que sostienen cualquier discurso sobre Edgar Allan Poe, el estudio de manera independiente de estos tres soportes no nos desvelará el misterio de la enorme influencia que el poeta de Boston ha ejercido sobre la mayoría de sus lectores, ni el enigma de su ascendiente sobre los artistas más significativos del último siglo y medio. Por eso, sólo si participamos de la única ley que comparten la neurosis, la ciencia y la filosofía de la creación, podremos establecer una nueva sospecha.

Si la neurosis anula al otro, si la ciencia se desprende del contexto y si La filosofía de la composición nos invita a no interferir en las actividades mundanas, tal vez no nos quede otra que aceptar que las altas e intensas horas de felicidad que se desprenden de las obras de E. A. Poe se deben a que, cuando el mundo desaparece, el mundo es igual para todos.


© Eduardo Vilas, 2008. Fuente: Revista Minerva ( www.circulobellasartes.com ). Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.



EDGAR ALLAN POE

Poesía completa, Madrid, Hiperión, 2007
Escritos sobre poesía y poética, Madrid, Hiperión, 2007
Cuentos, Madrid, Alianza, 2007
Narración de Arthur Gordon Pym, Madrid, Alianza, 2007
La trilogía Dupin, Barcelona, Seix Barral, 2006
Eureka: un ensayo sobre el universo material y espiritual, Madrid, Valdemar, 2002
Método poético y narrativo, Castellón, Ellago, 2001
La filosofía de la composición, El Escorial, Cuadernos de Lange, 2001
Cartas de un poeta (1826-1849), Barcelona, Grijalbo, 1995
Ensayos y críticas, Madrid, Alianza, 1987

 

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